Sentimientos en voz alta

 Sentimientos en voz alta

Por Rubén Gustavo Ayala Williams

Prólogo

Hay historias que duelen y otras que sanan. Esta es una de esas que hacen ambas cosas. Escribo porque necesito que se sepa la verdad. Escribo porque quiero dejar testimonio de lo que viví, de lo que construí, de lo que perdí, y también de lo que sigo soñando. Esta carta no es solo para quienes me conocen, sino también para quienes me juzgan sin saber, para aquellos que un día fueron parte de mi vida y para la justicia, que hasta hoy no me escuchó.

Porque no hay peor dolor que el de ser condenado en silencio, excluido sin pruebas, desarmado por dentro. Esta es mi historia, con el corazón en la mano.


Nací el 20 de abril de 1970. Tengo 55 años. He vivido mucho y sigo caminando, cargando una mochila pesada, llena de recuerdos, logros, sueños, derrotas y heridas.

Desde muy chico aprendí a trabajar. A los 6 años ya vendía revistas, a los 8 hacía changas, y a los 15 viajaba solo a la capital. Mi vida siempre fue de lucha, de esfuerzo, de buscar el pan con dignidad. Me formé entre calles, barrios, parroquias, colectivos y militancia.

Viví muchos años en el barrio San Ignacio. Allí formé una familia. Construí un hogar desde cero, con amor, trabajo y entrega. Soñé una vida sencilla pero llena de sentido. Tuvimos hijos, compartimos fiestas, risas, momentos inolvidables. Era feliz, o eso creía.

Hasta que un día, después de volver del trabajo, la madre de mis hijos me confesó que estaba con otro hombre, un tal Armando, amigo de su infancia. Ese día se me cayó la casita de naipes. Me destruyó por dentro. Perdí el control, caí en el alcohol, dije cosas que ni recuerdo. Estaba devastado, herido.

Y ella se fue. Se llevó a mi hijo menor, Isaías, que había nacido el 10 de julio de 2011, cuando él apenas tenía siete años. Quedé solo. Cometí el error de comenzar una nueva relación, buscando consuelo. Eso fue utilizado en mi contra. La madre de mis hijos me denunció por supuesta violencia de género, y la justicia me excluyó de mi propio hogar.

Fueron años terribles. Viví en la calle dos años. Dormí en veredas, me golpearon, me dispararon. Sentí el abandono, la frialdad del sistema, el desprecio de quienes me conocían. El alcoholismo, enfermedad silenciosa, fue el terreno donde ella se apoyó para quitarme todo: la casa, la familia, la dignidad.

No me escucharon. La justicia no quiso oír mi versión. Cuando ella rompió su celular para borrar pruebas, cuando intentó arrojarse a las vías del tren en Wilde, cuando echó a nuestro hijo mayor por discutir con ella, cuando yo la contuve... nadie vino a preguntar. ¡Y fui yo quien terminó afuera!

Hoy vivo solo, sin empleo fijo, con una pensión por discapacidad. De eso, paso la cuota alimentaria para mi hijo menor, y con lo poco que queda, sobrevivo. Hace siete años que no puedo ver a Isaías porque su madre no me lo permite, a pesar de que cumplo con todo lo que la justicia exige. Ella no cumple, y nadie parece exigirle nada.

Pero no me rindo. Estoy estudiando Robótica y Automatización en la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Y muy pronto asistiré a un programa de salud mental para demostrar mi equilibrio emocional, porque anhelo volver a ver a mis hijos y a mis nietos, abrazarlos, mirarlos a los ojos y que me escuchen. Los amo, no les guardo rencor, y los necesito. Les pido perdón: estuve enfermo y no me di cuenta. Hoy sé que fui defraudado por quien más confiaba, pero la perdono. Quiero quitarme esta mochila antes de partir de este mundo físicamente.

Porque también quiero que se sepa quién fui: un hombre trabajador, buen vecino, esposo presente, padre amoroso. Lo que tuve lo gané con esfuerzo: un auto, una casa, una familia. Todo lo que soñé lo construí con mis manos. No soy un monstruo. Soy un ser humano.

Y a vos, que me lees, si alguna vez dudaste de mí o te contaron una versión incompleta, te pido que me des la oportunidad de que sepas mi verdad.


Para quienes seguimos transitando esta hermosa vida —dura, compleja, con aciertos, errores y triunfos—, recordemos que es la vida que nos dio Dios.

Nunca sabremos cuándo nos iremos de este mundo, nadie conoce su destino. Por eso escribo esta carta, sobre todo cuando perdés el amor y sentís que ya no estás.

Por todo lo vivido, te digo: perdón por lo que no supe o pude hacer y dar, y gracias por todo lo que me diste: la vida, la amistad y el amor.

La vida es hermosa, pero cuando te sentís querido y amado, brilla la luz, la luz de la vida.
Hacete amigo del tiempo, que el sol vuelve a brillar.


🗓 Escrito en junio de 2025
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