El silencio de quienes amamos, Es triste, sí.
El silencio de quienes amamos
Es triste, sí.
Pero más triste aún es cuando los que más amamos nos olvidan.
Cuando aquellos por quienes dimos cada día de nuestra vida, cada sueño postergado, cada lágrima escondida, eligen marcharse, desentenderse, o seguir por la vida como si uno no hubiera sido parte esencial de su historia.
Uno da todo:
Da el pan que no alcanza, las noches sin dormir, los trabajos que cansan,
las manos llenas de ampollas y el alma repleta de amor.
Uno se parte en mil pedazos para que ellos estén enteros,
se convierte en escudo contra el frío, en sonrisa cuando hay tristeza,
en padre, madre, consejero, compañero, y hasta en silencio cuando ya no quieren escuchar.
Y un día… se van.
No solo de la casa, sino del corazón.
Ya no hay llamados, ya no hay abrazos espontáneos, ya no hay “¿cómo estás?”.
Hay distancia, hay juicios injustos, hay voces ajenas que los confunden.
Y lo peor: hay olvido.
Un olvido que duele más que la pobreza, más que el abandono de todos los demás.
Porque no hay dolor más hondo que no ser visto por los ojos que uno enseñó a mirar.
Y sin embargo…
No dejamos de amar.
No dejamos de esperar.
Seguimos siendo esa raíz que permanece firme bajo tierra,
aunque el árbol crezca lejos, aunque nunca mire hacia abajo.
Ser padre es amar incluso cuando te dejan solo.
Es seguir orando en secreto, deseando que la vida no los lastime,
esperando que algún día miren hacia atrás y comprendan todo lo que hiciste.
No para que te lo agradezcan —eso sería egoísmo—,
sino para que sepan cuánto fueron amados.
Y también para que aprendan a no repetir el abandono.
Porque los hijos algún día serán padres.
Y tal vez ese día comprendan.
Tal vez entonces regresen, no a pedir, sino a abrazar.
Hasta entonces, seguimos siendo lo que somos:
amor que resiste, presencia que espera, fe que no se rinde.
Volver a Empezar de Nuevo
© Rubén Gustavo Ayala Williams – Todos los derechos reservados
Blog: Palabras, Solo Palabras
Comentarios
Publicar un comentario