El eco de una vida: historia de un padre excluido

 

Prólogo 🖋️

Hay historias que se narran desde la gloria, otras desde el abismo. Esta, sin embargo, se cuenta desde el borde mismo del alma, allí donde se cruzan el amor, el dolor, el esfuerzo y la soledad.

Rubén Gustavo Ayala Williams no solo escribe con palabras: escribe con cicatrices, con memoria y con esperanza. Su relato no es un lamento, es un acto de dignidad. No es una revancha, es un intento de recuperar aquello que nunca debió perderse: su hogar, su lugar como padre, su derecho a ser escuchado.

En tiempos donde muchas voces se silencian, este testimonio busca abrir caminos para tantos hombres que han sido desplazados injustamente. No es un reclamo vacío: es una crónica de vida marcada por la entrega, la exclusión y el renacer.

Que estas páginas sirvan no solo para comprender, sino también para abrazar con respeto la verdad de quienes, en silencio, sobreviven al olvido.


🕯️ El eco de una vida: historia de un padre excluido

por Rubén Gustavo Ayala Williams
Todos los derechos reservados. Publicado en Palabras, Solo Palabras.


Nací el 20 de abril de 1970, en un hogar humilde, rodeado de silencios y verdades a medias. Me crié con mi madre y quien me dio el apellido Ayala, compartiendo la infancia con varios hermanos, de los cuales algunos partieron demasiado pronto, llevados por enfermedades que el tiempo y los recursos no pudieron detener.

Como todo niño, asistí a la escuela primaria y luego a la secundaria, sin saber que un día, a los 17 años, recibiría una noticia que cambiaría para siempre mi identidad: conocí a mi verdadero padre. Fue una revelación inesperada, un punto de inflexión silencioso que se instaló en mi alma sin hacer ruido, pero sin irse jamás.

En mi juventud, encontré refugio en la fe. Me formé como catequista dentro de la Iglesia Católica. Allí, entre misiones y servicios, conocí a la mujer que sería la madre de mis hijos. El 2 de junio de 1988, sellamos un vínculo que nació con un beso en la calle y creció con promesas de eternidad. El 7 de septiembre de 1989, nos comprometimos formalmente con alianzas de oro, soñando con construir una familia, un futuro, un hogar.

El 7 de Septiembre de 1990, nos casamos por civil y, poco después, por iglesia. Comenzamos nuestra vida matrimonial en condiciones de profunda humildad. Nuestra casa era sencilla, nuestros recursos escasos, pero el amor y el esfuerzo eran grandes. El 14 de marzo de 1992, nació nuestro primer hijo, Maximiliano. El 3 de diciembre de 1993, llegó nuestra hija Joana. Criarlos fue una tarea tan difícil como hermosa. Trabajé de todo, sin importar el calor ni el frío. Mi único objetivo era sostener el hogar.

Con el tiempo, la madre de mis hijos expresó que no deseaba ser ama de casa. Terminó sus estudios secundarios y comenzó la carrera de enfermería. Acompañé esa decisión con sacrificios: ajustamos nuestra economía, recortamos gastos, resistimos. Hoy ella es jefa de cirugía en un hospital de Avellaneda, un logro que reconozco y respeto.

Mientras tanto, la vida siguió, y el cuerpo también empezó a pasar factura. Tuve que ser operado de la columna vertebral, y pasé seis meses en silla de ruedas. Fue uno de los pocos momentos en que ella estuvo cerca, acompañándome. Después de una larga recuperación, logré volver a caminar. Poco después, el 10 de julio de 2011, nació nuestro tercer hijo, Isaías. Su llegada trajo consigo nuevos desafíos: problemas de salud en sus primeros años que, afortunadamente, fueron superados.

Me dediqué por completo a criarlo. Desde los dos meses de vida hasta que ingresó a segundo grado, fui su sostén diario, llevándolo al jardín, cocinando, acompañando sus primeros pasos.

Hasta que un día, sin previo aviso, todo cambió.

La madre de mis hijos me confesó que creía haberse equivocado de compañero. Que el amor de su vida era otro hombre, un tal Armando, conocido desde su infancia. Me propuso seguir viviendo juntos, pero en camas separadas. Esa idea me derrumbó. Mi castillo de naipes se desplomó. Cometí errores: me refugié en el cigarrillo, bebí más de la cuenta, pronuncié palabras que no debí decir. Ese desborde emocional fue aprovechado, y ella decidió abandonar el hogar llevándose a nuestro hijo menor.

Poco tiempo después, inicié una nueva relación y, en una decisión equivocada, invité a esa persona a vivir conmigo. Esa relación no prosperó y, aún sin convivir, fui denunciado por supuesta violencia de género. No hubo pruebas, ni hechos, pero la justicia me excluyó de mi hogar.

A partir de ese día, comenzó mi tiempo en la calle.
Pasé casi dos años sin techo, durmiendo en plazas, en estaciones, entre la mugre, los perros y el silencio. Recibí golpes, soporté el frío, el hambre y la indiferencia. Buscar un baño era una odisea. Alimentarme, un milagro. Me refugié en el alcohol, pero un día decidí cambiar. Salir. Volver a ser yo.

Hoy estoy sentado en una plaza donde solía traer a jugar a mis hijos. Los recuerdos me atraviesan como el viento entre las hojas secas. Pero no me resigno. No me rindo. Quiero que se sepa la verdad.

La madre de mis hijos se quedó con nuestro hogar.
Mis hijos ya no quieren verme. Maximiliano viajó a España; no volvió a contactarse. Johanna vive en la misma casa que levanté con mis propias manos, junto a mis nietos, a quienes no puedo ver. Isaías, el más pequeño, está lejos de mí. No me está permitido acercarme. Incluso tengo una nieta que ni siquiera conozco.

Mis hermanos por parte de padre –aquel que conocí a mis 17 años– también me cerraron las puertas. Todo porque solo escucharon una versión de los hechos. Nadie contó que yo fui quien crió, sostuvo, trabajó, amó y construyó. Nadie dijo que yo no fui quien destruyó la familia.

Pero yo estoy aquí. No busco venganza, ni castigos. Solo quiero recuperar mi hogar, mis hijos, mis nietos. Y si eso no es posible, al menos que se sepa la verdad. Que la justicia entienda que no todos los varones somos culpables por ser hombres. Que muchos padres callan su dolor, excluidos, olvidados.

Hoy le hablo al mundo desde este texto, desde este rincón de palabras que me sostienen. Le hablo a la justicia, a las instituciones, a las familias, a los hijos, a los padres que, como yo, fueron desplazados.

Si no recupero nada, al menos quiero dejar testimonio.
Que lo sepan mis hijos, mis nietos, mis hermanos, la sociedad entera.

Y si algún día me toca partir, que sea Dios el único que me juzgue.


Rubén Gustavo Ayala Williams
Blog: Palabras, Solo Palabras
📜 Todos los derechos reservados. Propiedad intelectual registrada.
✉️ Este testimonio forma parte de mi historia de vida y de mi proyecto autobiográfico.



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