La Perfección del Gesto Único: Cuando el Corazón Brilla Más Que el Color, Darlo todo… y descubrir que no siempre todo alcanza
La Perfección del Gesto Único: Cuando el Corazón Brilla Más Que el Color
Darlo todo… y descubrir que no siempre todo alcanza
En un mundo tan enamorado de la perfección como un niño de sus juguetes nuevos, obsesionado con encajar en moldes brillantes y estándares que parecen dictados por relojes de precisión, esta historia me recuerda una verdad que la prisa suele olvidar:
la auténtica belleza no se mide en formas, tonos o simetrías, sino en el latido invisible que impulsa un gesto.
Yo le di todo.
No hablo de lo material —aunque también lo puse sobre la mesa—, sino de lo que no se compra ni se recupera si se pierde: la confianza plena, la fe en la palabra, la luz más pura que un corazón puede reservar para lo que ama.
Le entregué el sol de mis mañanas, el fuego que atraviesa todos los inviernos, la calma de mis certezas y la fuerza de mis batallas.
No había otro color… pero era el color del sol.
Un sol que no pregunta si su luz es bienvenida, que se presenta cada mañana sin pedir permiso, que calienta incluso a quienes le cierran la ventana.
La vida, esa dama que nunca firma contratos, rara vez entrega lo que soñamos, y casi nunca lo que creemos merecer.
Pero si uno aprende a esperar con paciencia de marea, descubre que la vida sí sabe dar lo necesario:
esa mano que llega en el instante justo,
ese “te ofrezco lo que tengo” que vale más que un cofre lleno,
esa entrega que no se disfraza de perfección porque es auténtica de raíz.
Dar lo único que uno posee es despojarse de todo orgullo.
Es tender un puente hecho de carne, alma y latido.
Es dejar que el otro camine sobre nosotros con la certeza de que no caerá.
Pero un día, de ese regalo brotaron sombras inesperadas.
No sombras inocentes, sino tejidas con hilos fríos de mentira.
Palabras disfrazadas de verdad, silencios llenos de intención, promesas que se derrumbaron como muros de cartón mojado.
A la madre de mis hijos le di lo que jamás podría reemplazar: mi amor entero, mi confianza sin condiciones, mi vida sin reservas… y aun así, me engañó, me defraudó y me mintió.
Y en ese instante, el país que antes era mío —mi familia, mis hijos, mis nietos— se convirtió en un territorio del que fui expulsado.
Tal vez aquel sol fue demasiado honesto para quien esperaba solo un reflejo tibio.
O tal vez la niebla de sus engaños era más espesa que el amor que quise entregar.
Lo cierto es que aprendí que no todos los corazones saben recibir un regalo que viene sin condiciones, porque para recibir algo así, hay que tener las manos limpias.
El sol, entonces, dejó de ser un astro y se volvió un lenguaje secreto.
Un puente invisible que une corazones… aunque uno de ellos ya no quiera cruzarlo.
Y ahí, paradójicamente, descubrí dónde habita la perfección: no en el brillo superficial, sino en lo que arde por dentro sin hacer ruido.
No había otro color… y no hacía falta.
Porque la grandeza del gesto no depende de la gama cromática, sino de la intención pura con que se extiende la mano.
Hoy, mi corazón sigue abierto, pero no para quienes se enredan en sus propios laberintos de mentira, sino para la esperanza.
La esperanza de que algún día la verdad sea más fuerte que el olvido,
de que las palabras no sean armas, sino puentes,
y de que el reencuentro, aunque improbable, deje de ser una utopía.
La vida no siempre entrega un abanico de regalos; a veces pone uno solo en tus manos.
Pero si ese único regalo es todo lo que eres, entonces vale más que mil promesas envueltas en abundancia hueca.
Aquí no se entrega un objeto: se entrega el sol.
La luz que insiste en volver cada mañana,
el calor que rompe los hielos más antiguos,
la señal perpetua de que la esperanza nunca se jubila, incluso cuando el cielo se viste de tormenta.
Quizás el amor verdadero sea exactamente eso: no dar lo que sobra, sino ofrecer lo que nunca podríamos reemplazar.
Porque cuando das lo único que tienes, lo das todo.
Dar lo único que tienes es un acto de fe.
A veces, la recompensa es gratitud; otras, la traición.
Pero el alma que ama de verdad no se marchita con mentiras ni se oxida en rencores.
Reflexión final:
En un mundo que idolatra la perfección de escaparate, la única perfección que transforma es la que nace desde lo más hondo del ser.
Yo lo di todo —mi tiempo, mis manos, mis días, mi futuro— y aun así, el engaño se coló como una sombra en plena luz.
Ese golpe me enseñó que amar no es garantía de ser amado con la misma verdad, pero también me dejó un tesoro que no se roba ni se falsifica: la certeza de haber sido auténtico.
No temamos dar lo único que tenemos, aunque nos devuelvan silencio o traición, porque en esa entrega irrepetible vive el verdadero milagro: la capacidad de iluminar la oscuridad, incluso la de quienes decidieron apagar nuestra luz.
Y aunque la mentira haya cerrado puertas, el amor que se dio sin reservas sigue siendo semilla.
Porque algún día, en algún lugar, esa semilla encontrará tierra limpia… y volverá a florecer.
✒️ Rubén Gustavo Ayala Williams
Palabras, Solo Palabras
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