LA BOMBACHA DE LOS CORAZONES Memoria, amor y una Navidad en ausencia
LA BOMBACHA DE LOS CORAZONES
Memoria, amor y una Navidad en ausencia
Cuando mi hija Johanna Mariana era apenas una nena, había una pequeña prenda que cuidaba como un tesoro: una bombacha gris con corazones rojos. No era especial por su valor material, sino por lo que representaba. Era algo propio, íntimo, que formaba parte de su mundo infantil, de esa etapa donde todo se guarda con pudor y ternura, aunque todavía no se sepan explicar las razones.
Yo la veía crecer entre juegos, risas y descubrimientos. Siempre desde el respeto, le hacía bromas suaves, inocentes, de esas que solo existen entre un padre y su hija cuando hay confianza, cuidado y amor verdadero. Ella se sonrojaba, se tapaba, decía que no, que no quería mostrar nada. Y en ese gesto había algo hermoso: había infancia, había límites sanos, había un vínculo seguro que no necesitaba explicarse.
El tiempo pasó —como pasa siempre— y Johanna creció. Con los años entendió que aquellas bromas no eran burlas ni invasiones, sino pequeñas caricias del alma, maneras simples y torpes de decir “te amo” sin saber cómo decirlo mejor. Y un día, cuando ya era más grande, tuvo un gesto que quedó grabado para siempre en mi memoria: me regaló aquella bombacha de los corazones. No como una prenda, sino como un símbolo. Un acto de confianza, de amor limpio, de un lazo profundo entre padre e hija.
Hoy Johanna es una gran mujer. Una madraza. Fuerte, decidida, con carácter propio y una sensibilidad que aprendió a esconder para protegerse. Siempre la admiré. Yo le decía Macana, porque era intensa, distinta, impredecible. Con el tiempo comprendí que en muchas cosas nos parecemos más de lo que ella quisiera admitir. En algo esencial, somos iguales.
Ella es mi sol, aunque no me permita decírselo. Ilumina incluso desde lejos, incluso desde el silencio.
Con los años, aquella bombacha se perdió. Tal vez esté guardada en alguna caja, en algún rincón olvidado de una casa que ya no habito. No lo sé. Pero el recuerdo sigue intacto, vivo, intacto como el amor que lo sostiene.
Esta Navidad, una más en soledad desde que fui excluido del hogar, ese recuerdo volvió con fuerza. No solo como tristeza, sino como prueba de que hubo amor real, presencia, cuidado. De que fui padre. Y de que lo sigo siendo, aun en la ausencia.
“Hay recuerdos que no se guardan en cajas: viven para siempre en el corazón.”
Reflexión final
A vos, Johanna, y a mis hijos: antes de morir solo le pido a la vida una cosa sencilla y profunda. Volver a abrazarlos. Sentir su perfume. Saber que ese lazo que intentaron romper sigue intacto, porque el amor verdadero no se borra, no prescribe, no se reemplaza.
Los hijos no dejan de ser hijos porque el tiempo pase ni porque el silencio duela. Y un padre no deja de amar porque lo excluyan. El amor permanece, espera, resiste.
Hija, papá te ama. Y si todavía conservás aquel recuerdo, me gustaría volver a tenerlo cerca. No por lo que es, sino por todo lo que significa.
Porque hay cosas que pueden perderse físicamente, pero jamás se extravían del corazón. Y esos corazones rojos, aunque ya no estén, siguen latiendo en la memoria.
Ruben Gustavo Ayala Williams
Padre excluido – Autor y compositor
Obra protegida por la Ley 11.723 – DNDA
Palabras, Solo Palabras


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