El padre invisible
El padre invisible
Hay una violencia que no deja marcas visibles.
Una que no se grita ni se denuncia en televisión.
Es la violencia del silencio, de la distancia forzada, de los años que se llevan lo más sagrado: el vínculo entre un padre y su hijo.
Hace siete años que no veo a mi hijo.
Siete años.
Es una vida entera para un niño.
Y una eternidad para un padre.
Ya no sé cómo es su cara.
No sé si todavía le gusta dibujar, si le dan miedo los truenos, si sigue teniendo esa risa que me llenaba el alma.
Tal vez un día me cruce con él en la calle… y no lo reconozca.
Tal vez él tampoco me reconozca a mí.
Y eso me rompe por dentro.
Pero nadie escucha ese dolor.
No hay espacio en la justicia para el padre que llora en silencio.
La madre se presenta como víctima. Llora, acusa, se impone.
Y el sistema le cree. Automáticamente.
No hay recursos para defenderme. No tengo abogado. No tengo a quién recurrir.
Mi única defensa es la verdad.
Pero la verdad no siempre tiene micrófono.
Mientras tanto, mi hijo crece sin saber quién soy.
Tal vez le contaron cosas horribles. Tal vez lo llenaron de miedo o de odio.
Yo solo quería estar. Ser parte. Acompañar.
No me dejaron.
Este país está lleno de padres invisibles.
Hombres que no desaparecieron por elección, sino porque los borraron de a poco.
A fuerza de papeles, mentiras, denuncias, omisiones.
Ser padre no es solo pagar una cuota.
Es mirar, abrazar, enseñar, corregir, jugar, compartir silencios.
Es estar.
Pero a mí no me dejaron estar.
Escribo esto sin rencor, pero con lágrimas.
Porque me duele.
Y porque sé que no soy el único.
A veces me pregunto si mi hijo, en algún rincón de su alma, todavía me espera.
O si ya me borraron por completo.
Si algún día lees esto, hijo, quiero que sepas:
nunca te abandoné. Me sacaron de tu vida. Pero siempre estuviste en la mía.
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