Lo que quedó de nuestro amor
Carta: Lo que quedó de nuestro amor
Por Rubén Gustavo Ayala Williams
Querida:
A veces me detengo a pensar en todo lo que vivimos.
No sé si vos también lo hacés. Pero yo sí.
Y cada vez que cierro los ojos, vuelve a mí aquel primer beso en junio de 1988.
Éramos tan jóvenes… llenos de sueños, de ilusiones. Empezamos a escribir una historia sin saber cuánto resistiría.
Nos comprometimos en septiembre del ‘89, y en el ‘90 nos casamos.
Con la ilusión intacta, con los ojos puestos en un futuro que imaginábamos eterno.
La vida no fue fácil.
¿Te acordás de aquella primera comida? Albóndigas con arroz… te salieron saladas, pero para mí fueron las más ricas del mundo.
Vivíamos con poco. El piso de tierra, la instalación eléctrica precaria, la primera inundación que nos robó los regalos de casamiento.
Y aun así, no nos quebramos.
Seguimos adelante, aferrados a la esperanza y al amor.
Con los años llegaron nuestros hijos.
Y con ellos, nuestra familia creció, y también nosotros como personas.
Un día me dijiste que querías estudiar. No lo dudé: te apoyé.
Aunque vivíamos con lo justo, lograste terminar la secundaria y convertirte en enfermera profesional.
¡Qué orgullo sentí!
Nuestros hijos crecían, y poco a poco mejoraba nuestra situación.
Ya trabajábamos los dos, salíamos de vacaciones, compartíamos momentos.
Éramos una familia fuerte, feliz.
Pero la vida —esa misma vida que nos dio tanto— también nos puso a prueba.
Tuve que operarme de la columna, y en medio de todo ese dolor, llegó nuestro tercer hijo.
Una nueva bendición que nos dio fuerza para seguir.
Pero, sin darnos cuenta, algo se fue rompiendo. Silenciosamente.
Empezamos a alejarnos.
Las distancias se hicieron más grandes.
Y un día, con la sinceridad que siempre tuviste, me dijiste que tu corazón estaba en otro lugar. Que ya no sentías lo mismo.
Fue un golpe duro.
Me pediste que me fuera… y me fui.
Después volví, queriendo recomponer lo nuestro.
Pero me pediste dormir en otra habitación, y no supe aceptarlo.
Cometí errores.
Busqué consuelo donde no debía. Tomé malas decisiones.
Y lo que ya estaba herido, se terminó de romper.
La tristeza me ganó.
Un día te fuiste. Te llevaste a nuestro hijo menor.
Y yo me quedé solo. Perdido.
Intenté rehacer mi vida con otra persona. Fue un error.
Y la justicia intervino… me dejaron fuera de casa.
Caí.
Caí tan hondo que toqué fondo.
Viví en la calle. Pasé hambre. Frío.
Fui golpeado. Herido.
Fui lastimado por la vida… y por mí mismo.
Caí en el alcohol.
Pero incluso ahí, en lo más oscuro, una chispa quedó viva dentro de mí.
Y me levanté.
Me aferré a lo poco que me quedaba: la fe, la esperanza, el amor que, aunque lastimado, nunca desapareció del todo.
Hoy estoy solo.
Pero tengo esperanza.
Una esperanza que nadie me puede quitar.
La de que algún día podamos hablar.
Vos y yo. Sin abogados. Sin jueces. Sin reproches.
Solo dos personas que compartieron una vida entera. Que se amaron. Que se equivocaron. Pero que también fueron felices.
Extraño nuestra casa.
Te extraño a vos.
Extraño a nuestros hijos.
A mis nietos, que son mi mayor tesoro.
Sé que tal vez ya no se puede volver atrás.
Pero también sé que nunca es tarde para sanar.
Nunca es tarde para perdonar.
Nunca es tarde para tender una mano.
Porque la vida —esa misma que nos enseñó a amar— también nos enseña que jamás es tarde para volver a empezar de nuevo.
Y por eso te escribo esta carta.
Porque, aunque pasen los años, aunque todo cambie,
vos siempre volvés a mis pensamientos.
Con todo lo que fui, con todo lo que soy,
Rubén Gustavo Ayala Williams
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