El odio es el duelo que no se hizo

El odio es el duelo que no se hizo

Por Ruben Gustavo Ayala Williams

He aprendido, con el tiempo y con lágrimas, que el odio no es más que un duelo que quedó atrapado. Un dolor que no encontró palabras. Un grito que se hizo piedra. No es simplemente enojo ni bronca acumulada. Es el eco de una herida que jamás se cerró, de una pérdida que no se lloró, de un amor que no tuvo despedida, o de una traición que se guardó bajo llave.

Durante años caminé llevando en mi alma sombras que no entendía. Rencores que se disfrazaban de justicia. Ira que creía necesaria para seguir de pie. Pero en el fondo, era duelo. Era dolor mal digerido. Era la tristeza disfrazada de furia, la impotencia camuflada de fortaleza. Miraba el mundo con los ojos de quien no termina de despedirse, como quien aún espera que todo vuelva a ser como antes.

El odio, lo comprendí después, es un modo desesperado del alma de pedir auxilio. No es nuestro enemigo, sino una alerta, una señal. Una invitación —incómoda, cruda, pero necesaria— a detenernos, mirar hacia dentro y preguntarnos qué parte de nuestra historia quedó sin cerrar.

Negar el duelo es negar una parte de nuestra humanidad. En una sociedad que nos empuja a seguir adelante, a no detenernos, a no mostrarnos vulnerables, el duelo parece un lujo. Pero es una necesidad vital. El duelo nos permite honrar lo perdido, darle lugar al vacío, y sobre todo, integrar el dolor en lugar de combatirlo. Cuando no lo hacemos, ese dolor busca otras formas de expresarse, y a veces, se convierte en odio.

El duelo no es solo lágrimas ni tristeza. Es la capacidad de abrazar la ausencia, de mirar el pasado con amor y sin rencor. Es aceptar lo que fue, sin idealizar ni negar. Es tener el coraje de no escapar de uno mismo. Y eso, en estos tiempos, es un acto de profunda valentía.

A veces, ese duelo no elaborado no solo daña a quien lo lleva dentro, sino también a quienes lo rodean. Porque muchas veces, y con dolor, vemos cómo madres —tras una separación— confunden su dolor con su rol, y sin querer, terminan condicionando a sus hijos más pequeños para que rechacen o cuestionen la relación con sus padres. No lo hacen por maldad, sino por no haber sanado. Por no haber podido soltar.

Y así, el rencor se transmite. Se hereda. Se convierte en una mochila emocional que los hijos no deberían cargar.

Desde mi experiencia como padre, como ciudadano y como hombre que cree en el amor por encima del conflicto, quiero alzar la voz con respeto pero con firmeza. Porque son muchos los padres separados que desean vincularse con sus hijos y encuentran obstáculos emocionales, judiciales o sociales que se lo impiden. Padres que aman, que cuidan, que quieren estar presentes, pero a quienes se les cierran las puertas.

Mi mensaje es para la Justicia, pero también para toda la sociedad:
No olvidemos que los hijos tienen derecho a ser amados libremente por ambos padres. Que ningún conflicto de adultos debería interferir en ese vínculo vital. Que cuando un padre quiere estar, ser, acompañar, no se le debe negar ese derecho, porque también es el derecho del niño.

El verdadero bienestar infantil no se construye desde el castigo o la revancha, sino desde el equilibrio, la empatía y la verdad. Sanar no es solo un acto de amor propio: también es una responsabilidad con quienes vienen detrás. Porque lo que no curamos, lo repetimos. Y lo que no transformamos, lo transmitimos.

Hoy sé que el odio que alguna vez sentí era mi alma pidiendo ayuda. Y que solo cuando me animé a hacer ese duelo —a vivirlo, a llorarlo, a soltarlo— pude empezar a sentir alivio. A perdonar. A liberarme. A ser más yo.

Comparto estas palabras porque sé que no soy el único. Muchos caminan cargando odios que en realidad son duelos no hechos. A todos ellos les digo: no tengan miedo de sentir. No teman hablar. No teman buscar ayuda. Porque solo atravesando el duelo podremos reencontrarnos con la paz que nuestro corazón tanto anhela.


Texto original protegido por la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Todos los derechos reservados a Ruben Gustavo Ayala Williams. 




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